quarta-feira, 10 de dezembro de 2008

Recuerdos de niñez


Recuerdo que vivíamos en un departamento ubicado en el tercer piso de la Av. Canevaro, distrito de Lince. Era una de las tres propiedades que poseía mi abuelo Gregorio Castro Neyra, desde muy joven fue una persona emprendedora, logró comprar dos lotes, uno se quedó con él el otro lote se lo cedió a su primo hermano Florencio sin recibir algún pago. Mi abuelo construyó su propiedad para poder vivir de sus rentas de alquiler, construyó una tienda en la parte delantera del terreno con su respectiva trastienda, un corredor en el lado izquierdo que conectaba el fondo de la propiedad, el segundo y el tercer piso. La azotea quedaba en la parte de encima de la tienda y que alguna vez fue escenario de los primeros juegos con mis hermanos. Mis primeras evocaciones de niñez me trasladan al recuerdo de mi madre cuidándonos y mi padre trabajando. Cuando nací ya tenía a mis dos hermanos mayores. Mis primeras vivencias transcurrieron entre las calles de Lince y la casa de mis abuelitos maternos. Mi padre aún no poseía un carro para trasladarnos, con mi madre y hermanos realizábamos ese viaje de fin de semana a la casa de mis abuelos, siempre de ómnibus. Yo como el menor de mis hermanos era la comparsa de ellos en todo lo que hacían, por esa época teníamos nuestro televisor de blanco y negro de marca Philco, los tres nos sentábamos para ver los dibujos como “El hombre de acero, “Sombrita”, “Fantasmagórico”, “Birdman”, las series “Los invasores”, “viaje a las estrellas”, o los programas infantiles del Tío Johnny y de “Yola Polastri”, los acompañaba en cualquier juego que participaban. Veía como jugaban a las bolitas, con el trompo, los malabares que hacían con el yo-yo, los vuelos de las cometas de papel o los primeros juegos de pelota.

Vivíamos entre las calles Francisco de Zela y Garcilazo de la Vega. A pocas cuadras estaba el Parque Ramón Castilla, al cual acudíamos en grupo conformado por los primos que vivían en el mismo barrio, “Toño” y “Coqui”, mis dos hermanos, mis primos Rodolfo ”perita”, Jorge Luis, y otros chicos de nuestra edad que vivían en la misma cuadra, mi hermano “Toño” decía que éramos la “pandilla crí-crí-crí”. En el parque podíamos sentirnos dueños de la situación, jugábamos sin medir el tiempo, sin ninguna preocupación, comíamos todo lo que los vendedores ofrecían: canchita, barquillos, algodón, manzana acaramelada, marcianos de fruta, eran tiempos que podíamos disfrutar sin peligro. También hacíamos recorridos jalando nuestros carritos de juguete por las diferentes calles de Lince, podíamos alejarnos de casa sin medir las consecuencias, una vez llegamos hasta el parque “Matamula” lo que hoy se conoce como el parque de los Próceres. Los primeros días de escuela las pasé en un pequeño colegio llamado “San Pablo”, lugar en donde recuerdo que me sentaba en unas bancas a cantar y a pintar. Mis hermanos iban al colegio “Santa María Cleofé” que estaba en la calle León Velarde.

El pequeño departamento en que vivíamos mi padre se lo alquilaba a mi abuelo Gregorio, en el segundo piso vivía el hermano de mi padre, Cástulo y que era conocido como “Atocha”, él también era inquilino de mi abuelo, allí moraba con sus hijos “Pacho”, “Goya”, “Chabuca”, Jorge Luis y su entenado Carlos. Mi tío ya había enviudado de mi tía Yolanda. En mi memoria permanecen los pocos recuerdos que tenga de ella, cada vez que bajaba por las escaleras a jugar pasaba por la puerta del departamento en que vivían y la veía sentada en su silla trabajando en su máquina de coser, mi tío Cástulo no se volvió a casar, supo criar a sus hijos, la mejor herencia que les dejó fue una buena educación, todos ellos ahora son profesionales.

Las calles angostas del distrito es una característica que hasta el día de hoy perdura. Por aquella época se podía encontrar dentro de ese paisaje “linceño” numerosos negocios, la tienda que llamábamos de “La Pascuala”, la tienda del chino “Nico”, el restaurant “corazón contento”, la paradita de la esquina, la botica “Oriente”, “El Café Enriques”, La pollería “El Dragón”, el cine “Ollanta”, la tienda de electrodoméstico Philco, la agencia del Jockey Club del Perú.

Cuando mi padre adquiere su primer automóvil nos sentimos mis hermanos y yo los niños más felices, podíamos disfrutar de los paseos, el auto fue conocido como el carrito “verde”, de marca Datsun, de faros redondos y de una carrocería fuerte. El carro llegó para quedarse por mucho tiempo dentro de nuestra familia. Todos los fines de semana íbamos a la casa de los abuelos, casa que está ubicada en el barrio de Mirones Bajo. Llegar a la casa de mis abuelitos para nosotros era una fiesta, a parte de visitarlos y sentir su cariño, la casa se transformaba en un jardín de infancia. Disfrutábamos de jugar en su casa, porque allí podíamos intercambiar nuestros juegos infantiles con los quehaceres que se debían tener con los animales, la casa tenía esa magia que cualquier niño podía quedar encantado. Mis abuelos criaban a sus animales en el fondo de la casa. Poseían una especie de corral. Había animales de diversos tipos, aquellos animales hacían parte muchas veces del menú diario de la casa. Era una especie de “minizoológico” la pata que graznaba seguida de sus patitos, el gallo que cantaba aleteando sus alas, la gallina cacareando con sus pollitos, los conejos que saltaban de un lado al otro, y el famoso “palomar” que estaba compuesto por una infinidad de palomas de diferentes tamaños y colores de plumaje que se acurrucaban en los diferentes nidos que se habían fabricado para ese fin. A parte de la infinidad de gatos que merodeaban por el techo de la casa y de algunos perros que habitaban en la casa por aquellos años. Mis padres llamaban cariñosamente a mis abuelos como Doña "Fesha”, ella se llamaba Felicita y a mi abuelo de Don "Goyo”, él se llamaba Gregorio. Los viejitos enseñaban a sus nietos el cuidado y el cariño que se debía tener con los animales. Ellos se levantaban muy temprano para darles de comer, a cada animal se le tenía que preparar su alimento.

La hora del almuerzo era un festival, sentarse a la mesa con los abuelos y departir sus comidas pienso que son las mejores cosas que un niño puede disfrutar. Pero antes de cada almuerzo, mi abuelo nos colocaba en fila india para beber una copita con la sangre del pichón de paloma recién sacrificada y lo mezclaba con vino, nos decía: -“para que tengan la sangre fuerte y se libren de las enfermedades”-, los pichones iban a ser el almuerzo del día. Doña “Fesha” los acompañaba con tallarines rojos, y su infaltable sopa de verduras. Mi abuela gustaba de cocinar y de atender con el mejor placer a sus invitados. Todos éramos felices, disfrutábamos los fines de semana con camaradería. La casa se llenaba de gente los días de celebración por el día de la madre o del día del padre, de igual forma las fiestas de navidad eran infaltables en la casa de Doña “Fesha”, mi abuelita se esmeraba en organizar y en decorar la casa, con sus caras de Papa Noel de plástico, las guirnaldas, las luces de colores, el árbol de navidad, y lo más lindo que recuerdo con cariño y nostalgia era el pesebre que representaba el nacimiento del niño Jesús, siempre estaba ubicado en una esquina de la sala de la casa. Con el papel pintado formando cerros multicolores, y la cantidad de muñequitos que acompañaban daban el espectáculo, parecía una pintura medieval, tenía cada detalle que parecía una obra perfecta. Mi abuelo era el encargado de darle el último adiós al pavo de la cena de nochebuena, lo preparaba antes, él decía que para que la carne del pavo no quedara dura había que emborracharlo previamente, en efecto, amarraba al pavo en un lugar del corral para darle de beber. Solo quedaban él y el pavo, parecían dos amigos que se estaban despidiendo, nos hacía retirar del lugar para no ver el triste final de aquel plumífero. En todas las fiestas de navidad siempre escuchábamos los villancicos, canciones con mensajes de paz y amor, la mesa se llenaba del pavo recién horneado, el panetón, el champagne, las tazas con chocolate caliente. Antes de las doce, por orden de mi abuelita todos nos reuníamos alrededor del pesebre armado a rezar un pasaje de la Biblia y esperábamos las doce para ver al niño nacer. Luego se hacía el reparto de los regalos, y la celebración de la navidad, el sentimiento que se respiraba en el ambiente era de total felicidad.

Tiempo después la familia aumentó, la llegada de mi hermano Miguel que después creció, se unió al grupo de nietos, era el más pequeño. Los años pasaron, mis padres compraron en 1974 la casa que siempre soñaron, por aquella época nacía mi hermana Erika, los niños que éramos pasamos a ser adolescentes pero los abuelos ya comenzaban a tener los problemas de salud, mi abuela falleció en 1978 y mi abuelo en 1981, con ellos se fue toda nuestra vivencia infantil, nuestras primeras anécdotas, la forma cariñosa en que nos trataban nuestros abuelos, poco a poco desapareció el calor en que nos gustaba estar, la casa de los abuelos sin ellos ya no era lo mismo, el sonido de los animales se apagó, el ritual de las comidas también. Solo quedó la casa como un testigo mudo de aquellos años maravillosos.

segunda-feira, 1 de dezembro de 2008

Un Viejo Jovial


Quién lo conocía se hacia amigo de él de forma instantánea. El popular “Carlitos” Carty era un “tío” muy jovial siempre con una sonrisa a flor de piel, a pesar que no era “verdadera”, es decir que los dientes que mostraba en realidad era una plancha de prótesis muy bien amalgamada. Ese era nuestro “viejo” con pinta de tanguero argentino arrabalero, a veces fino a veces chusco, algunas veces de pelo blanco o plateado, según el momento o temporada. Tenía esa picardía que pocas personas a su edad la conservan. El blanquiñoso tenía alma de “negro”, siempre con la palomillada en el momento justo. Poseía lo que comúnmente se puede definir “tener esquina”, “tener calle”. Toda su vida trabajó como vendedor, tenía una labia envidiable, que convencía a cualquier comprador uraño. Sufrió un pre-infarto, San Pedro le recomendó que se cuidara, y que ello había sido una advertencia puesto que todavía su trabajo en la tierra no había culminado. En efecto, el “viejo” se sobrepuso de aquel percance para continuar de forma calma su vida. Gustaba de cantar, era el típico animador que no sentía vergüenza ajena. Fue un buen hijo, estuvo a cargo de su madre hasta los últimos días en que ella decidió descansar en paz. Sufría de forma silenciosa, el cuidado que hacía de ella, su madre era la joya más preciada para él.

Perteneció a la undécima promoción del Colegio Militar “Leoncio Prado”, estudios que no pudo culminar por problemas de índole familiar, cursó solo los dos años de los tres reglamentarios, pero nadie le podrá quitar que alguna vez fue un ex cadete leonciopradino. En algún momento para recordar su paso por el CMLP, guardaba con mucho cariño una foto en uniforme de salida cantando con un grupo de cadetes en el auditorio del colegio.

“Carlitos” Carty, con sus charlas amenas, su timbre de voz de animador de televisión, y su popular frase “claro compadre”, aparecía rodeado de jóvenes en el barrio, por cierto, nunca perdió la costumbre de “enamorador”, ahí encajaba la frase de forma perfecta “que el diablo sabe más que por viejo que por diablo”, estaba constantemente ayudando a cualquier persona, brindado su mano amiga. En el tiempo que lo conocimos, vivía solo, su hijo que se llama igual que él, salió de casa para formar su propio hogar, su hija viajó a los Estados Unidos en donde radica hasta el día de hoy, su esposa siguió los pasos de la hija. El viejo para llenar el vacío familiar y olvidarse de la soledad decidió alquilar gran parte de su casa y vender los enseres que le quedaban. Casi nunca estaba en casa, prefería estar en la calle porque los recuerdos familiares lo hacían ponerse nostálgico. Como buen padre que fue, ayudaba a su hijo en la pizzería que éste abrió en Surco, el “marketero” de Carty atendía directamente en las mesas, conversaba con los clientes quienes gustaban de su trato amable. El nombre de la pizzería es “Don Dino”, muchos de los clientes pensaban o acreditaban que “Carlitos” Carty era en realidad “Don Dino”, un viejo italiano que decidió radicar en el Perú y brindar su gastronomía italiana, él seguía con el juego de decir y afirmar que era italiano. Ninguno de los asiduos comensales se dio por enterado, él les seguía el juego sin problemas. Después que se retiraba del local de su hijo se sacudía de ese personaje y volvía a ser el viejo palomilla que todo el mundo conocía, volvía a ser el blanquito con alma de “negro”.

A raíz de su dolencia al corazón se convirtió en un farmacéutico empírico, se recetaba a si mismo todas las pastillas habidas y por haber. Cuando conoció a mi tío Edmundo, el popular “cholo Edmundo, otro “loquito pastilla”, casi de su misma generación, se hicieron solo “amigos” de medicinas, intercambiaban las pastillas como si fueran figuritas de algún álbum de colección, intercambiaban todo tipo de ellas, de diversos tamaños, colores y marcas de laboratorio.

Tenía más anécdotas que cualquier persona, su “pinta” le ayudaba mucho. Una vez nos narró que fue invitado para ser parte de un concurso de belleza, concurso al cual acudió de forma impecable, se sintió importante ese día, tuvieron con él una recepción como si fuera algún personaje de la farándula limeña, pero no salía de su asombro hasta el momento que comenzaron a desfilar las “supuestas” concursantes, veía algo extraño en ellas, pero él guardaba la compostura de señor, tomaba apuntes y daba su puntaje, cuando por fin descubrió que había sido invitado para ser jurado de un concurso de belleza para elegir a la “Miss Perú Gay”, solo le quedó permanecer hasta la coronación y retirarse de forma sigilosa para huir del ambiente de jolgorio en que estaban las concursantes.

Carlitos gustaba de acompañar sus charlas con alguna bebida, si encontraba un tema de conversación podía quedarse hasta altas horas de la noche, y quedarse dormido en el carro de su amigo Miguel a quien llama de “Miguelito”, quien a su vez le decía con cariño “Beetlejuice”, un personaje de una película interpretado magistralmente por Michael Keaton, un Fantasma loco de remate, y para apoyar tal apodo, Carlitos siempre hacía de las suyas, hasta podía perder su “delantera”, es decir, su plancha de dientes postizos, con el exceso de la bebida y al comer sin ningún cuidado los populares sanguches de “Joshe Luis”, una de esas noches sus dientes fueron a parar debajo del carro, solo nos dimos cuenta cuando percibimos que no estaba, lo encontrábamos en la procura de ellos, nos dio un ataque de risa al verlo sin dientes con sus cabellos alborotado y por la forma desesperada que hacía para encontrarlos, pero como todo “lord inglés”, no perdía su compostura, así era el “viejo”, “beetlejuice”, “Carlitos” como siempre será recordado.

A veces desaparecía por meses, nadie sabía de su paradero. Prefería hacer cosas que él mismo gustaba de realizar, el de ayudar a las personas de menos recursos o el de caminar por lugares y barrios desconocidos. Cierta vez estuvo ayudando al Hogar de Cristo, su misión era de recoger a niños que estaban en situación de total abandono, nos contó que estuvo frecuentando “los barracones” en donde los niños viven en condiciones infrahumanas sin un alimento que puedan llevarse a la boca y sin un lugar en donde puedan vivir. Se enfrentaba y no tenía miedo de las personas de mal vivir que se le cruzaron en el camino, siempre negociaba para poder salvar a cada criatura que veía, tenía esa alma de “abuelito”, que quiere ver que sus nietos estén cobijados sobre su cuidado. Quienes lo conocimos sabíamos de ese espíritu, el de ayudar a personas desconocidas sin recibir nada a cambio.

Con su lento caminar, con su pantalón de vasta alta, con sus manos en los bolsillos de la casaca y calzando zapatillas con medias de vestir, masticando un chicle y con su alma de jovenzuelo. Ese era Carlos Augusto Carty Holguín, un tipo que supo vivir la vida, por supuesto a su manera, supo agenciarse y sobrevivir sin problemas, conocido por todas las personas del barrio. Un personaje que seguro hará falta dentro del paisaje “saucino”, su pérdida ha sido y será sentida por todos quienes lo conocimos.

El viejo se fue sin despedirse y sin el cariño de todas las personas que lo estimaban, seguro que el viejo no quiso que nadie se enterara que estaba triste y sin la sonrisa que siempre lucía, quería y quiere, seguro que nos estará observando, que lo recordemos como siempre, como el “viejo jovial” con su sonrisa a flor de piel.

Un tauquino de corazón



Me quedé huérfano a los 8 años de edad, había perdido a mis padres en menos de un año, fue una pesadilla para un chico a esa edad. Solo los pude disfrutar por poco tiempo. Yo era el mayor de los tres hermanos, pero tenía un medio hermano por parte de madre llamado Cástulo, el popular “Atocha”. Recuerdo que vivíamos en un solar cerca en lo que es la actual Av. Tacna, para posteriormente mudarnos a Lince. Una de las razones por las cuales nos trasladamos a ese barrio fue por el trabajo de mi padre, él era empleado en el Instituto de Enfermedades Tropicales que hasta el día de hoy funciona en frente del Hospital Rebagliati (ex empleado). Mi padre, se llamaba Antonio Paredes Quiliano, poseía una figura quijotesca el popular “chocolatín”, como lo llamaban sus amigos más cercanos, ese apelativo se lo ganó por su color de piel. Gustaba de vestir de terno con su vistoso sombrero de la época. El recuerdo que tengo de él es que siempre llegaba a casa con su periódico “La Crónica” bajo el brazo, lo veía y me sentía el niño más feliz, me cargaba en sus hombros y entrábamos a casa para almorzar. Las calles de la Av. Canevaro fueron testigos de mis primeras travesuras. “Chocolatín” era de la ciudad de Orcotuna, ciudad que está ubicada en el departamento de Junín. De ancestros chinos de los “coolíes” que llegaron y radicaron en esta parte de la sierra central. La mayoría de ellos para desarrollar la agricultura en la época de Ramón Castilla. Era hincha acérrimo de Atlético Chalaco, recuerdo que alguna vez me llevó al Estadio Nacional para ver a su equipo favorito. Mi madre, Gregoria Gonzáles Bermúdez, era de la ciudad de Tauca, pueblo que está enclavado en el callejón de Conchucos, Ancash. Una mujer de provincia cariñosa con sus hijos. Ellos hicieron amistad con los dueños del departamento que alquilaron en la Av. Canevaro, en el distrito de Lince que antes se llamaba la Hacienda “lobatón”, se hicieron muy buenos amigos con Gregorio Castro y Felicita Domínguez, que por esas cosas de la vida tiempo después fueron mis suegros.

Quedamos mis hermanos y yo en la mayor soledad posible en este mundo, teníamos familiares pero ninguno quiso hacerse cargo de nosotros. La Beneficiencia de Lima nos asignó el PuericultorioPérez Aranibar” como nuestro futuro hogar, por no tener ningún apoderado familiar, él único que podía hacerse cargo de nosotros, mi hermano Cástulo, “Atocha”, aún no poseía la mayoría de edad, se le partió el corazón al vernos y ser llevados para pasar los todos los exámenes respectivos. Días antes del día asignado hace su aparición mi abuela, la madre de mi madre, de forma sorpresiva llegó a Lima y de forma tajante se presentó y les dijo a las autoridades que “nadie se llevaba a sus cholitos”, con ella mis hermanos y yo partimos para vivir en Tauca, pueblo que recuerdo con cariño porque aparte de la pobreza en que vivía mi abuela ella nos supo dar una buena crianza. La sierra fue mi segundo hogar, conocí la vida austera en que vive el poblador andino, rodeado de sus animales, chacras y sus hermosos paisajes. Empecé a familiarizarme con la vida diaria en los Andes. Ayudaba a mi abuela en los quehaceres de la casa, aprendí a ordeñar a la vaca, darles de comer a los animales del corral y salía a pastorear a los animales por los parajes del pueblo.

Eran caminatas interminables, siempre acompañados por mis perros, cruzaba el pueblo en busca de los mejores pastos para mis animales. Salía al amanecer, antes que haga su aparición el sol y regresaba antes que nos atrape la oscuridad de la noche. Hasta el día de hoy llevo conmigo el recuerdo del aire fresco y puro que se respira en la sierra. Los diferentes paisajes con sus interminables horizontes de chacras de sembríos de maíz, papa, quinua y sus nevados así como la noche con su cielo estrellado. La vida en la sierra las compartí con otros primos, “el manco” Florencio y José “bolas”, Con ellos solíamos salir a pastorear a nuestros animales y siempre nos hacíamos compañía e inventábamos juegos para pasar el tiempo mientras los animales se alimentaban a sus anchas. Llevaba siempre conmigo mi honda para entretenerme en el camino o encontraba algún neumático viejo que lo hacía rodar con la ayuda de una vara o un pedazo de rama. Competíamos quien era el más rápido, terminábamos exhaustos por tanta correría y nos echábamos en la grama contemplando el cielo serrano, riéndonos sin parar. Para calmar nuestra sed bebíamos el agua de los riachuelos que descendían de los glaciales y nos bañábamos en ellas, las cuales que nos hacían tiritar de frío, éramos felices a nuestra manera.

El párroco del pueblo me acogió como monaguillo para celebrar la misa, recibía alguna propina por ello. Lo acompañaba a cada pueblito en donde ofrecía la misa, una vez recibí pollitos como propina, pollitos que desaparecieron porque mi primo “el manco” Florencio los vendió sin mi consentimiento. Casi nos agarramos a trompadas, pero la llegada de mi abuela dejó sin efecto la pelea, disgusto que me duró por muchos años. Como monaguillo de la principal Iglesia de Tauca era el encargado de tener todo en orden, una que otra travesura me tentaba hacer, como era la de tomarme alguna vez el vino que iba a ser servido en la misa o los bizcochos que el padre guardaba celosamente en un baúl, cosas de chicos. Quien tomó la posta al dejar Tauca fue mi hermano menor Oswaldo.

A pesar de la austera vida en que nos crío mi abuela nos supo inculcar buenos hábitos, en la escuela fui un muchacho aplicado, era conocido con el apodo del “chino”, gustaba de los números, me pude integrar a un entorno desconocido para mí. Por aquellos años se realizó un concurso de matemáticas, el ganador recibiría una beca para estudiar en el mejor colegio de Huaraz. Concurso que gané pero por falta de apoyo económico no pude realizar, tuve que ceder mi lugar para mi amigo Sifuentes que posteriormente se convirtió en médico, amistad que conservo hasta el día de hoy. Mi abuela no tenía los medios económicos para apoyarme con la estadía y demás gastos, fue otro golpe que me dio la vida. No me desanimé y seguí con mis quehaceres cotidianos apoyando a mi abuela. Ya tenía pensando regresar a Lima y vivir con mi hermano Cástulo que ya tenía la mayoría de edad. Solo tenía que encontrar el momento propicio. Cada vez que salía a pastorear y cuidaba de mis animales veía en la lejanía al tren que bajaba como una culebra de fierro atravesando los parajes andinos con su silbato anunciando su paso, tenía que escaparme porque mi abuela no permitiría dejarme ir. El tren me llevaría hasta el puerto de Huarmey. El “manco” Florencio, José “bolas” y yo teníamos que hacer nuestro plan de escape. Salir muy temprano como de costumbre con los animales sin levantar sospecha alguna. Nuestra consigna sería encontrarnos fuera de la ciudad llevando algún fiambre para el largo viaje. Quien se encargaría de llevar a los animales de regreso iba ser mi hermano Oswaldo, aún pequeño para salir de Tauca. Él se encargaría de darle la noticia a la abuela. El corazón me latía con fuerza, era una sensación de tristeza y de alegría a la vez. Por un lado iba a dejar a mi abuela apenada y por otro lado iba en busca de salir adelante. Iba a dejar atrás la vida que me hizo familiarizarme y querer a la ciudad de Tauca, pueblo que me albergó en una etapa de desolación.

Ese día me levanté muy temprano, alisté mis cosas en la oscuridad, abrí la puerta de la casa con cuidado, mi perro y yo salimos como de costumbre a buscar a lo animales y comenzar a arriarlos por el camino. A mi compañero de largas jornadas lo iba a dejar también con nostalgia de mí, nunca más lo volvería a ver. En el camino, me encontré con el “manco” Florencio, ya habíamos calculado el tiempo en que se demoraba el tren en pasar. Para poder llegar y subirnos al “vuelo” había que atravesar loma abajo lo más rápido posible. Detrás de nosotros se quedaría mi hermano Oswaldo, sujetando a mi perro para que no me siga, José “bolas” se había retrazado, cuando lo vemos a lo lejos llegar con cara de angustia para no perder el tren. Bajamos corriendo al escuchar el silbato del tren que estaba descendiendo a pasos acelerados. Había que cogerlo en el momento de pendiente antes que empezara a subir las lomas zigzagueantes. Corría con todas mis fuerzas, levantando polvo y sujetando mi alforja con comida y alguna ropa que había alistado la noche anterior, trepé el tren y caí exhausto por el esfuerzo, alcé la mirada y a lo lejos veía a mi pequeño hermano Oswaldo que levantaba su mano para despedirse, derramé algunas lágrimas porque me separaba de mi hermano pero sabía que se quedaba al cuidado de mi abuela.

Los tres estábamos ya dentro del tren, el viaje demoró, teníamos que bajarnos antes que llegara al puerto. Con las pocas pertenencias a cuestas buscamos una agencia de ómnibus que nos llevaría a Lima. Logramos comprar nuestros pasajes y con el vuelto que nos sobró nos compramos unos bizcochos y unas gaseosas para aplacar el hambre. Estábamos un poco sudorosos por el trajín realizado, felizmente que ningún policía nos detuvo para preguntarnos porque tres muchachos caminaban solos. Subimos al ómnibus sin contratiempos. Me senté junto a la ventana, para contemplar el camino, sentí la brisa costera que ingresaba por la ventana, y empecé a recordar los momentos que pasé con mi abuela, el frío intenso de las épocas de invierno que ni las pieles de carnero nos protegían, los tiempos de sembrío y cosecha, la comida con sabor a leña, los cuyes que se cobijaban debajo del calor del fogón, las tareas escolares que hacía a la luz de las velas, a todos mis animales y mascotas, los juegos con mis amigos y hermanos, cuando de pronto veo que el ómnibus estaba lleno y cada cierto tiempo hacía paradas para que bajen o suban más pasajeros. Cada uno de nosotros teníamos un teléfono y una dirección en donde íbamos a ser acogidos, yo estaba con el entusiasmo de ver de nuevo a mi hermano. Pensaba en todas las cosas que hablaríamos, en el tiempo que estuvimos separados, cómo la vida nos había tratado estando lejos, había que recomenzar y hacernos “adultos” de noche a la mañana.

El paradero del ómnibus estaba en el Parque Universitario, el chofer nos dijo que estábamos en el último paradero, así que tuvimos que descender. Para tres muchachos habituados a la vida calma de la sierra el movimiento inusitado de personas, los vendedores ambulantes, el ruido de los coches, los edificios todo era un mundo nunca imaginado. Teníamos que ubicar algún teléfono para poder llamar a nuestros respectivos familiares, yo logré comunicarme con mi hermano Cástulo, que me dijo que no iba a demorar para recogerme. “Atocha” fue el primero en llegar, su compañera que estaba ese día con él le pregunto ¿cuál de ellos es tu hermanito? Él le respondió quien tenía puesto los chimpunes. Era usual que los chicos de la sierra los usaran como zapatos para caminar, por ser la sierra un lugar pedregoso que difícilmente uno podía encontrar algún tipo de asfalto. Es por ello que a todos los chicos que llegaban de la sierra los llamaran de “uruguayos”. Le di un fuerte abrazo y me embargó una inmensa alegría, estaba de nuevo en Lima. Cástulo siguió viviendo en Lince, en un cuartito que le alquilaba Gregorio Castro, de nuevo regresaba al barrio que fue testimonio de mi partida a la sierra.

El destino me depararía mejores cosas, me tenía reservado una misión, el de formar mi propia familia y luchar para poder lograr las cosas que no pude disfrutar de pequeño, y me coloqué como consigna, el de recordar a mis queridos padres con las visitas al cementerio “Prebístero Maestro”, visitas que las hice con mi familia y las seguiré haciendo hasta que las fuerza me acompañen

Los “chatos” de la 9na. Sección de la XXXVIII Promoción del C.M.L.P.


La 9na. Sección dentro de la 38 promoción albergó en su mayoría a los más bajos en estatura, Los “chatos” de la promoción, el promedio de altura rondaba el 1.50 para abajo. En aquel lejano año de 1982 hicieron su ingreso 540 cadetes, ese año fue muy particular, porque no había 5to. Año, los “chivos” de la 37 promoción iban a ser las “vacas” de forma acelerada. Ello se debió a que el año de 1981 egresaron juntas dos promociones, parte de la 35 promoción, y la 36 promoción. Todo se debió al cambio del sistema de educación por parte del gobierno militar que transformó el Colegio Militar “Leoncio Prado” en ESEP Militar “Leoncio Prado”, cambios que nunca cumplieron con sus objetivos.

Con la 38 promoción se regresa al estatus de Colegio Militar hasta el día de hoy. En aquella época nuestra promoción ocupó dos pabellones del colegio, el Miguel Grau, con la compañía “A”, y el Duilio Poggi, con la compañía “B”, en donde se encontraba la 9na. Sección. Se podía encontrar a chicos de diferentes partes del Perú, muchachos que venían a estudiar a la capital, de Cañete, Huánuco, Huaraz, Ica, Tarma, Villa Rica, y cada uno con su forma de ser, era muy típico que cada uno de ellos, dijera que su ciudad “era la sucursal del cielo”. Siempre formábamos junto a los de la 8va. Sección (en la época de “perros”), que era una sección en donde se encontraban los más altos y de mayor edad, ya se imaginarán la diferencia en todos sus aspectos, además de usar tallas superiores a las acostumbradas (la mayoría era talla small) del uniforme drill verde olivo y con los borceguíes que pesaban como ladrillo. Desde ese momento nos ganamos el apelito de “parchís” en alusión al grupo de chicos españoles que hacía furor por toda Hispanoamérica. La 9na. Sección fue una de las pocas secciones que permaneció junta los tres años de estudios. Los apodos no se hacían esperar: “peladito”, “tumi”, “chanchez chanchez”, “podrido”,”marciano”, “sapito”, “calambrito”, “feto”, “chino”, “chiquilín”, “muñeca”, “mono”, “ciego”, “pelo duro”, “la mole”, “Olaya”, “calatazo”, “nutria”, “bubu”, “gato seco” “gallo”, “camote”

Esta “pequeña” sección no por el número sino por el tamaño de la mayoría de sus integrantes guarda una serie de anécdotas de las más divertidas, entre esa miscelánea se pueden encontrar hechos de los más variados: en las cuadras, en las aulas de estudio, en el comedor. Sin mayor preámbulo los dejo para que ustedes puedan conocer de cerca algunos de aquellos episodios muy leonciopradinos.

En las salas de aula…

En 3er. Año, en las clases de matemáticas teníamos un profesor, al cual lo apodábamos de “sérpico”, era un tipo delgado y que casi siempre usaba barba y bigote. Gustaba vestirse con casaca de cuero y con un pantalón de vastas acampanadas, lentes oscuros, cabello largo, y borceguíes. Era odiado y temido por los alumnos, jalaba a casi toda la sección y por ello se le tenía cólera. Un día de clase hubo un “palomilla” al que se le ocurrió la forma de “vengarse”, y no tuvo mejor manera de colocarle una masa pegajosa en su “querida” casaca…ya se imaginaran su reacción y su represalia personal.

En 4to. Año, tuvimos al profesor de matemáticas, Vílchez , un tipo muy recto a la hora de impartir sus clases y que no gustaba de algún disturbio, nos trataba como si fuera un instructor militar, cada vez que llegaba al aula, pasaba lista e “invitaba” a un grupo de cadetes a abandonar el salón de clase, y siempre entre ellos estaba el famoso cadete “chanchez chanchez”, al que le decía que era mejor tenerlo lejos de su presencia porque siempre estaba haciendo cualquier cosa menos estudiar matemáticas…Alguien por ahí escuchó que el profesor lo retó a una contienda para arreglar el asunto como los hombres.

Otro profesor muy “querido”, era el del curso de Biología (4to. Año), Chávez Mego, un tipo cascarrabias, como palomillas de aquella época casi quemamos el laboratorio de Química al manipular instrumentos sin su consentimiento, y fuimos separados de las clases, solo nos quedó esperar la hora del examen final o la famosa 5ta. Nota, por ahí se corrió el rumor que la prueba iba ser difícil, y como en la novela de Mario Vargas Llosa, “La ciudad y los perros”, sustrajeron la prueba y tuvieron que hacer un nueva. Para felicidad de todos, el examen fue aprobado por quienes alguna vez tuvimos alma de “piromaniaco”.

En 5to. Año el curso de música, el profesor era conocido como “pajarito”, un profesor más bueno que el pan, muy buena gente, asistíamos al salón de música para escuchar música clásica, en donde nos daría una clase de los principales compositores, y casi todos, para no decir la mayoría nos poníamos a dormir y pasar las dos horas académicas con Orfeo.


En las cuadras…

Cuando teníamos pocos meses de haber ingresado al colegio, siempre nos pasaban revista de cuadra, cama y ropero. El teniente de compañía era el encargado de la revisión, él daba su veredicto, todo debía estar impecable. Para no tener problemas, y dejar el piso de la cuadra como un “espejo” se empleaba a un voluntario para ser llevado dentro de una frazada y ser arrastrado por todo el piso de la cuadra. Había un cadete pequeñito muy parlanchín apellidado Villalba Saldaña “feto”, que casi siempre era quien se prestaba para hacer el lustrado. Todo el personal de la cuadra tomaba parte, el cadete Villalba era llevado de arriba para abajo, al final de aquella “faena” siempre acaba “apanado” y nunca supo que la frazada que se empleaba era suya.

En 4to. Año, Había un cadete apellidado Monroy, “ciego” (usaba unos lentes de fondo de botella), cada vez que salíamos a formar al patio, guardaba su colchón dentro del ropero, porque sino desaparecía por arte de magia y todas las noches cumplía con la rutina de armar su colchón como un rompecabezas porque se lo habían partido en 4 partes.

Había dos cadetes en la sección que gustaban jugarse de manos, apellidados Yactayo Reyna y Zevallos Estrella, pero sus juegos no serían como se podría pensar, su forma era agresiva, parecían dos cavernícolas, se agarraban con lo que encontraban a su paso, se agarraban a escobazos, carpetazos, silletazos, roperazos, y pensar que alguno podría quebrarse de dolor o pedir no seguir con la riña, los dos se reían como locos, como si los golpes no fueran dañinos, ellos disfrutaban de ello, nadie entendía del por qué de sus actitudes, creo que ni ellos mismos sabrían explicarlo.

En la época que éramos “chivos”, tuvimos un enfrentamiento con las “vacas” de la 37, y el jefe de batallón decretó que nos castiguen por falta a la autoridad, después de la “hora de cadete” fuimos directo al estadio en donde corrimos sin parar hasta bordear la medianoche y después sin tiempo para darnos un baño, tuvimos que dormir con el uniforme puesto. A partir de ese hecho, nos cambiaron de monitores y nos enviaron a los más “matones” para calmar nuestro vejamen. Para tan mala suerte, a nuestra sección nos tocó el panameño Vega, un moreno que medía 1.90, al lado de él parecíamos soldaditos de plomo. Nadie se le podía empalar, todos los domingos por la noche nos pasaba revista en pijama y nos castigaba con el colgador en la mano, hasta que alguien decidió romper el interruptor y tuvimos que cambiarnos de ropa a oscuras por varios meses, todo ello era para evitar aquel maltrato. La venganza más recordada con mucha jocosidad hasta el día de hoy fue la substracción de sus apreciados borceguíes de paracaidista, que todos los llamaban de “panameños” porque solo ellos los usaban. Una mañana cuando salimos a formar, el famoso monitor se apareció “calzando” sus sayonaras, nadie podía contener la risa al ver ese espectáculo. Al siguiente año muy orondo el cadete Sánchez lucía los famosos borceguíes “perdidos”.

Por las noches, en las cuadras hacían siempre su aparición los famosos “malacates”, era el personal civil que hacía diversos trabajos en el colegio y para obtener un dinero extra vendía todo tipo de golosinas que era ofrecida a los cadetes. Llegaban con sus cajas llenas y se retiraban contentos por su venta nocturna. Burlaban la seguridad de suboficiales y oficiales, porque estaba prohibido que personal civil tuviera presencia en las cuadras. En la sección, teníamos un grupo que se autodenominó la “manchita”, hacían sinnúmeros de travesuras propios de su edad. Y en una de esas noches decidieron conseguir aquellas golosinas sin hacer pago alguno, llamaron al malacate dentro de la cuadra y lo entretuvieron preguntando los productos que vendía, cuando él menos imaginaba era cubierto por una frazada y de forma inmediata la manchita desaparecía llevándose el “dulce” botín, a raíz de aquel episodio por un tiempo los malacates desaparecieron, no podían quejarse porque el negocio que realizaban no estaba permitido. Meses después hacían su aparición pero con mucho sigilo para no ser víctimas otra vez del famoso “grupito”.


En el comedor…

Al pasar “rancho” a la hora de la cena, cuando servían el famoso plato que todo el mundo llamaba de “pantano”, casi nadie tocaba bocado del tan recordado y peculiar “manjar”, quienes estábamos presente en la mesa le preguntábamos al cadete Guillén “la mole”, si quería comer y nos respondía con una sonrisa cómplice llena de satisfacción moviendo su dedo índice. Solo nos quedaba observar como se deleitaba y devoraba a sus anchas la fuente completa, los demás esperaríamos la hora de cadete para suplir nuestra cena en los casinos del colegio.
Otro episodio muy parecido ocurría cuando nos servían pescado frito, nadie lo probaba, tenía más espinas que carne, solo el cadete Lazo “Olaya”, era el “especialista” como buen chorrillano que era, engullía sin ningún problema los diez pescados de la mesa, desde ese momento se ganó el apelativo de “lobisón” a raíz de una película de terror que estaba de moda en esa época.

En el comedor de cadetes, teníamos nuestras mesas que ocupaba la parte más alejada y nunca la teníamos completa, solo 8 cadetes la conformaban, estaba ubicada próxima a la guardia de la avenida La Paz. Allí nos atendía nuestro recordado mozo, Jack “el sucio”, y no por ser parecido con el protagonista de alguna película policial sino porque el susodicho siempre andaba con su uniforme en deficientes condiciones, el pobre sufría cada vez que nos veía. Si había un desayuno, almuerzo o cena que no nos gustaba, él podía pagar “pato”, una de esas veces fue cuando nos sirvieron tallarín verde, aquel plato parecía una soga pintada, nadie comía y “protestábamos” colocando los platos llenos formando una torre que se asemejaba a un árbol de navidad y poníamos los vasos llenos de agua puestos al revés, uno sobre otro. Jack hacía malabares para que sus platos y vasos no cayeran al piso, todo volaba por los aires, seguro que hasta hoy tendrá pesadillas con nosotros.

La hora de cadete en la época de 3er. Año, era una cacería de brujas, después de la cena teníamos que salir disparados del comedor para no ser tomados como juguetes por parte de los cadetes de 4to. Año, se buscaba los lugares más inverosímiles que podían imaginarse como escondite. Un grupo de la sección consiguió esconderse dentro de los arbustos de hierba mala crecida en el campo del estadio, permanecíamos boca arriba mirando el cielo, como almohada utilizábamos nuestro maletín James Bond y abrigados por nuestros capotines respectivos. Para calmar el frío encendíamos un cigarro y se rotaba por el grupo, hablábamos en voz baja, hasta escuchar el llamado a formar. Cierto día, por el apuro para no ser uno de los tres últimos en la formación, alguien dejó caer la colilla encendida y empezó a quemarse la hierba mala, era el principio de un incendio, pero felizmente que fue controlado a tiempo por el personal de tropa. Después de aquel episodio, la dirección del colegio decretó podar constantemente la cancha del estadio para evitar que se produzcan más incendios, a partir de ese momento “nuestro” escondite dejó de existir.

Historias que perdurarán entre los cadetes de la 9na. Sección y que son parte de la Trigésima Octava Promoción del Colegio Militar “Leoncio Prado”. Muchas de esas vivencias hicieron que aquellos adolescentes de esa época convirtieran la amistad en una hermandad afectuosa que subsiste hasta el día de hoy, la hermandad leonciopradina, Recuerdos que jamás serán olvidados y que quedarán marcados en nuestras mentes de forma imperecedera. No todos pudieron terminar los tres años, hubieron cadetes que solo compartieron con nosotros meses, otros un año, otros dos. Pero eso no les quita que fueron alguna vez parte de aquel grupo de muchachos que hicieron su ingreso un lejano 5 de abril de 1982.

Ser Leonciopradino en todas partes


Eran los tiempos del derrumbe del régimen Fujimontesinista, por aquella época estaba sin trabajo estable. A los sumo, eran trabajos esporádicos, transcurría el mes de noviembre del 2001. Había recibido una llamada a mi celular, no alcancé a contestar y me dejaron un mensaje de voz. Era un amigo que precisaba de una persona de confianza para trabajar en la selva del Bajo Urubamba. Él había formado una empresa de asesoría. Tenía que presentarme al día siguiente y tener una entrevista con la Jefa del grupo, una psicóloga, que me haría una entrevista para ver si reunía las condiciones para pertenecer al grupo que ella iba comandar para trabajar en la selva. El grupo estaba compuesto por psicólogos en su mayoría, un antropólogo, un administrador, un lingüista, un fotógrafo y una asistenta social. Cuando llegué a la entrevista mi idea era de poder pertenecer al grupo y salir del estado de estar “pateando latas”, después de una hora ya estaba de nuevo en la brega, me habían aceptado, sin perder tiempo, comencé a familiarizarme con el trabajo. Sería un evaluador en Comunidades Nativas del Bajo Urubamba. Lo primero que me dijeron era que tendría que colocarme las vacunas (8 vacunas al principio) para poder ingresar a la selva, porque se iba a tener contacto con nativos de la zona, el trabajo iba a consistir en evaluar población nativa que estaban dentro del ámbito en donde el Gas de Camisea iba a tener repercusión directa o indirecta. Las pruebas habían sido desarrolladas por el grupo de psicólogos, y los evaluadores aplicarían dichas pruebas para su posterior calificación y clasificación.

Todo iba a acontecer en dos semanas, y como centro de operaciones tuvimos al poblado de Sepahua. Desde ese lugar íbamos a visitar y recorrer por ríos a las diferentes Comunidades Nativas agrupados por mayor densidad poblacional. Escuchar los nombres de aquellas Comunidades Nativas era escuchar nombres extraños que nunca habían sido divulgados por los medios de comunicación, a pesar de estar en territorio peruano (Nuevo Mundo, Shivankoreni, Timpía, Puerto Huallana, Puija, Bufeo Pozo, Miria, Nueva Luz, Shegakiato, Kerigueti). Escuchar de lenguas ( Mashiguenga, Yine-Yami, Piro) que se hablan en dichos lugares también. Era una oportunidad de trabajo y de conocer la selva en su parte menos contaminada. Cada uno dentro del grupo tenía sus propias obligaciones. Se aplicaría un plan para poder realizar el trabajo de la mejor manera posible para cumplir con éxito dicha evaluación.

Llegado el momento del viaje, cada uno llevaba sus implementos respectivos, se tenía que estar en el aeropuerto a las 5 am. Iba a ser un viaje a lo desconocido, nadie había estado en ese lugar, nuestro destino sería la Comunidad Nativa de “Nuevo Mundo”, allí la empresa que explotaría el Gas de Camisea, ubicó su campamento base para la llegada de todos los trabajadores.

En el grupo había hecho dos amigos, los cuales durante toda el tiempo de dicho trabajo seríamos inseparables, “el negro” César y “el gordo” Jaime. Como los tres mosqueteros nos embarcamos en el avión con destino a la selva, dejando en Lima al resto del grupo que posteriormente nos dio alcance en el campamento. Juntos navegamos tres horas continuas por el río aguas arriba hasta llegar a Sepahua.

Tomamos por residencia el “mejor” hotel de la ciudad. Nos distribuimos en tres grupos para las evaluaciones, nuestro primer día sería la Comunidad Nativa de Bufeo Pozo y el último la Comunidad Nativa de Camisea. Por la mañana se tomaría las pruebas y por la tarde se realizarían las entrevistas personales. El calor en dicha zona era arrasador, como también los mosquitos, el agua era el elemento más preciado.

Pasaban los días y comenzaba a habituarme al clima, a la comida y a la forma de nuestros compatriotas que a pesar de estar viviendo en zonas inhóspitas eran personas en busca de una oportunidad de trabajo, muchos de ellos son bilingües (hablan su propia lengua y el castellano) otros no. La llegada de nuestro equipo siempre era sinónimo de acontecimiento. La comunidad paralizaba sus actos para vernos como hacíamos nuestro trabajo.

Siempre éramos recibidos por el jefe de la comunidad y por el contacto que la empresa tenía en su staff. Al final de las dos semanas se evaluó a más de 1,500 personas. Algunos serían elegidos por su capacidad o experiencia de acuerdo al cuadro de calificación hecho por el grupo de psicólogos. Todo ello fue la primera evaluación calificada a los nativos de las comunidades nativas en el Bajo Urubamba.

La segunda parte consistiría en brindar formación en albañilería y carpintería, para ello se contraría a dos centros especializados reconocidos (Senati y Sencico). El grupo sería más reducido, se compondría de tres personas, una encargada de la logística y las otras dos del seguimiento de las clases con los nativos y la evaluación de los profesores. La segunda parte se retrasó más de lo previsto, pero a mediados del mes de marzo del 2002 ya se tenía la cantidad exacta de participantes elegidos para las clases respectivas según su clasificación. No se sabía quienes iban a participar del nuevo proyecto, yo estaba en la terna, había que esperar la decisión de la empresa de asesoría contratada por la compañía petrolera.

Cuando recibo la llamada, de que soy el elegido para el puesto de logística, me embargó la alegría, pero sabía que tendría que hacer mi mejor trabajo. Había que trazar los objetivos de cada puesto. Y es ahí que sale mi formación leonciopradina, comencé a estructurar mis planes de trabajo: hacer una cartilla de conducta para los nativos, ya que iban a convivir en la ciudad de Sepahua por el espacio de tres meses, hacer planillas de datos, ubicación de lugares en donde iban a dormir, cursos a estudiar, participantes por Comunidad Nativa, lugares en donde iban a recibir sus alimentos, ropas, medicinas y utensilios de estudio y de aseo personal. Mis compañeras de trabajo iban a ser dos mujeres, las cuales tendrían que llevar el seguimiento de las aulas y el cumplimiento del cronograma presentado por los centros especializados en la enseñanza a los nativos.

De nuevo tenía que vacunarme con las dosis de refuerzo para no tener algún problema de salud. El poblado de Sepahua fue el centro de operaciones y recibió a los nativos enviados por sus comunidades para los cursos que luego servirían para poder trabajar como operarios en la compañía petrolera.

Me ubiqué y viví en un hotel cerca del embarcadero por tres meses, el poblado de Sepahua estaba de moda por aquella época porque no solo estábamos nosotros sino otras empresas con sus respectivos trabajadores que también brindaban servicios para la empresa petrolera, era un movimiento inusitado, los comerciantes estaban felices por el incremento de las ventas. Como la primera vez, teníamos un contacto asignado por la empresa que serviría de ayuda con las autoridades del lugar. Ubicamos nuestro centro administrativo en un colegio, así como salones para el dictado de las clases.

La llegada de los nativos era un espectáculo, arribaban en pequeñas canoas y con su atado de ropa. De acuerdo al número de participantes de una misma comunidad los ubicaba en los hoteles del poblado, y les asignaba también un restaurante para recibir sus alimentos. Mi papel fue de un “jefe de batallón”, tenía que levantarlos por grupos (a las 5 de la mañana y con linterna en mano), como se hacía en el colegio militar y pasarles lista todas las mañanas para confirmar su asistencia. Había días de sol y otros de lluvia, bajo ese tipo de clima los hacía formar a lo largo del embarcadero de la ciudad.

Por la noches antes que se apagaban las luces en Sepahua (solo se tenía 4 horas de luz), volvía a pasarles lista para confirmar su asistencia y en este caso les hacía firmar una planilla. Cuando faltaba alguno de ellos, me quedaba por horas hasta que apareciera y ellos disgustados lo iban a buscar. Decreté la hora de levantarse y la hora de acostarse, cumplían las órdenes sin ningún reproche, tenía a mi mando a un personal muy pintoresco, con sus diferentes modos de hablar o de comportamiento, para ellos simplemente era el “ingeniero” o “profesor”. En ellos me reflejaba cuando los instructores que tuvimos en el Colegio Militar lidiaban con nosotros. Así transcurrieron los meses. Conviviendo con la población, de lunes a sábado realizaba mi trabajo, supervisaba los alimentos, la asistencia a las clases, algún problema de salud entre los participantes, y algún requerimiento de la empresa.

El día domingo era mi día de descanso, puesto que ese no se realizaba alguna clase. Había cursos por tiempo limitados, había cursos desde lo más simples hasta los más complicados. La prueba de fuego será la visita de los funcionarios de las empresas que impartieron las clases de enseñanza (Senati y Sensico). Para la clausura de las respectivas actividades, se premiaría a los mejores en cada curso dictado con herramientas de trabajo, Los funcionarios vendrían a evaluar el desempeño de sus profesores y nuestro trabajo, no tuvimos ningún problema y fuimos felicitados por la forma en que se llevó a cabo todo el tiempo de instrucción. Los nativos de acuerdo a sus clases recibidas dejaron para la ciudad sus prácticas dirigidas, los de albañilería dejaron metros de veredas en el colegio parroquial y la culminación de dos aulas y un baño del colegio particular “Leoncio Prado” del poblado de Sepahua. Los de carpintería dejaron repisas, carpetas y sillas para la comunidad.

La estadía en ese lugar, fue uno de los mejores trabajos realizados, no solo por el contacto con compatriotas que viven en condiciones diferentes a las nuestras ya sea cultural y social sino el de haber contribuido en la formación profesional y el de brindar ayuda a una ciudad ubicada en un lugar muy lejano al que se tiene poco absceso y conocimiento.

sexta-feira, 13 de junho de 2008

Un encuentro muy particular con Duilio Poggi Gómez


Todo comenzó cuando iba a visitar a mis abuelos paternos fallecidos y que están enterrados en el antiguo cementerio “Prebístero Maestro”. Ese recorrido siempre lo hacía desde que tenía uso de razón, y que fue incrementándose a través de los años. Nunca conocí a mis abuelos, puesto que fallecieron muy jóvenes. Solo los conocía por el nombre que aparece en las lápidas y de los lejanos recuerdos que dejaron huella en mi padre. Quien tiene familiares enterrados o han visitado el cementerio pueden dar crédito de un camposanto que mas parece un museo por las decoraciones de mármol que poseen, los mausoleo de las familia que en antaño tuvieron mucho dinero, y por la infinidad de tumbas de peruanos ilustres, podemos encontrar a quienes han sido presidentes de la República, políticos, escritores, religiosos.

El Prebístero Maestro tiene en su puerta principal la Cripta de Los Héroes, en donde reposan nuestros ilustres héroes que murieron en defensa de nuestra patria. El recorrido que necesariamente tenía que realizar era pasar por dicha puerta. Todavía no había ingresado al Colegio Militar y frisaba los 9 años de edad, quien ya estaba en el “Leoncio Prado” era mi hermano mayor que ingresó en el año 1977, y en una de las visitas que realizábamos, mi hermano reconoció la tumba del cadete Duilio Poggi Gómez, Es una tumba que está ubicada en la parte derecha ingresando por dicha puerta y está a pocos metros de la Cripta de los Héroes, ubicada en el suelo y está completamente escarchada de cemento con una gran cruz. Nos comentó que era el cadete héroe del colegio militar, que por defender el honor de una dama había fallecido en el lejano año de 1946. En aquel momento mis padres y hermanos nos detuvimos a observar la tumba y rezarle una plegaria por su alma. Después de forma espontánea le dejé encima de su tumba una flor y le hice el saludo militar diciendo: “Hasta otro día cadete”…

Desde aquel momento, se no hizo una costumbre realizar ese pequeño homenaje. El tiempo pasó, al año siguiente ingresó otro hermano y posteriormente hice mi ingreso al Colegio Militar “Leoncio Prado” en el año de 1982. La vida dentro del colegio transcurrió con nuevas vivencias y que hasta ahora cualquiera de nosotros guarda con mucho cariño. Lo recuerdo claramente como si fuera el día de hoy, ya estaba cursando el quinto año (1984) mas reposado por ser una “vaca” y no tener que dar cuenta a los otros años. Estaba caminando de regreso a la cuadra de los técnicos (5to. Año), con el uniforme de aulas con dirección al pabellón Duilio Poggi, cuando de pronto el Sub-oficial Esteves me da la voz de alto y me señala para salir de comisión. “Cadete tiene quince minutos para cambiarse en uniforme de salida portado un mauser…” Hice lo que tenía que hacer, cumplir con la orden. Mientras iba a la cuadra me preguntaba el por qué de mi elección. Formamos una pequeña compañía en el patio de honor para luego subir al ómnibus que no llevaba al lugar en donde teníamos que rendir homenaje. En aquel momento pensé que podría ser un homenaje a nuestro Patrono Leoncio Prado, puesto que en esa fecha se conmemoraba la semana del Colegio. Pero grande fue mi sorpresa al llegar al cementerio Prebístero Maestro y bajar en la puerta en donde siempre comenzaba mi recorrido para visitar a mis abuelos, todo se me hacia familiar. El sub- oficial nos hizo formar delante de la tumba de Duillo Poggi, mis ojos no lo podían creer, estaba dentro del grupo de cadetes haciendo un homenaje vistiendo el uniforme que en su momento él vistió. Terminado el acto con palabras de exalumnos que cumplían Bodas commerativas, fuimos trasladados al parque que lleva el nombre de nuestro héroe leonciopradino y que está ubicado al final de la Av. Salaverry con la Av. Del Ejército en el distrito de Magdalena, el lugar conocido como “La pera del amor”. Se hicieron discursos de orden para luego hacer un pequeño desfile a cargo de la compañía de cadetes, en la cual era parte. Terminado los actos y de regreso al colegio no salía de mi asombro, tiempo después comencé a pensar de lo sucedido, Creo que no fue algo fortuito estar presente, fue Duilio Poggi quien quería que esté presente en su homenaje. Ello es un bonito recuerdo que llevo conmigo y alguna vez lo he comentado con ex cadetes de otras promociones, ese “amistad” continúo a través del tiempo, colocándole siempre una flor, recuerdo que lo seguí haciendo después que acabé el colegio…