segunda-feira, 1 de dezembro de 2008

Un tauquino de corazón



Me quedé huérfano a los 8 años de edad, había perdido a mis padres en menos de un año, fue una pesadilla para un chico a esa edad. Solo los pude disfrutar por poco tiempo. Yo era el mayor de los tres hermanos, pero tenía un medio hermano por parte de madre llamado Cástulo, el popular “Atocha”. Recuerdo que vivíamos en un solar cerca en lo que es la actual Av. Tacna, para posteriormente mudarnos a Lince. Una de las razones por las cuales nos trasladamos a ese barrio fue por el trabajo de mi padre, él era empleado en el Instituto de Enfermedades Tropicales que hasta el día de hoy funciona en frente del Hospital Rebagliati (ex empleado). Mi padre, se llamaba Antonio Paredes Quiliano, poseía una figura quijotesca el popular “chocolatín”, como lo llamaban sus amigos más cercanos, ese apelativo se lo ganó por su color de piel. Gustaba de vestir de terno con su vistoso sombrero de la época. El recuerdo que tengo de él es que siempre llegaba a casa con su periódico “La Crónica” bajo el brazo, lo veía y me sentía el niño más feliz, me cargaba en sus hombros y entrábamos a casa para almorzar. Las calles de la Av. Canevaro fueron testigos de mis primeras travesuras. “Chocolatín” era de la ciudad de Orcotuna, ciudad que está ubicada en el departamento de Junín. De ancestros chinos de los “coolíes” que llegaron y radicaron en esta parte de la sierra central. La mayoría de ellos para desarrollar la agricultura en la época de Ramón Castilla. Era hincha acérrimo de Atlético Chalaco, recuerdo que alguna vez me llevó al Estadio Nacional para ver a su equipo favorito. Mi madre, Gregoria Gonzáles Bermúdez, era de la ciudad de Tauca, pueblo que está enclavado en el callejón de Conchucos, Ancash. Una mujer de provincia cariñosa con sus hijos. Ellos hicieron amistad con los dueños del departamento que alquilaron en la Av. Canevaro, en el distrito de Lince que antes se llamaba la Hacienda “lobatón”, se hicieron muy buenos amigos con Gregorio Castro y Felicita Domínguez, que por esas cosas de la vida tiempo después fueron mis suegros.

Quedamos mis hermanos y yo en la mayor soledad posible en este mundo, teníamos familiares pero ninguno quiso hacerse cargo de nosotros. La Beneficiencia de Lima nos asignó el PuericultorioPérez Aranibar” como nuestro futuro hogar, por no tener ningún apoderado familiar, él único que podía hacerse cargo de nosotros, mi hermano Cástulo, “Atocha”, aún no poseía la mayoría de edad, se le partió el corazón al vernos y ser llevados para pasar los todos los exámenes respectivos. Días antes del día asignado hace su aparición mi abuela, la madre de mi madre, de forma sorpresiva llegó a Lima y de forma tajante se presentó y les dijo a las autoridades que “nadie se llevaba a sus cholitos”, con ella mis hermanos y yo partimos para vivir en Tauca, pueblo que recuerdo con cariño porque aparte de la pobreza en que vivía mi abuela ella nos supo dar una buena crianza. La sierra fue mi segundo hogar, conocí la vida austera en que vive el poblador andino, rodeado de sus animales, chacras y sus hermosos paisajes. Empecé a familiarizarme con la vida diaria en los Andes. Ayudaba a mi abuela en los quehaceres de la casa, aprendí a ordeñar a la vaca, darles de comer a los animales del corral y salía a pastorear a los animales por los parajes del pueblo.

Eran caminatas interminables, siempre acompañados por mis perros, cruzaba el pueblo en busca de los mejores pastos para mis animales. Salía al amanecer, antes que haga su aparición el sol y regresaba antes que nos atrape la oscuridad de la noche. Hasta el día de hoy llevo conmigo el recuerdo del aire fresco y puro que se respira en la sierra. Los diferentes paisajes con sus interminables horizontes de chacras de sembríos de maíz, papa, quinua y sus nevados así como la noche con su cielo estrellado. La vida en la sierra las compartí con otros primos, “el manco” Florencio y José “bolas”, Con ellos solíamos salir a pastorear a nuestros animales y siempre nos hacíamos compañía e inventábamos juegos para pasar el tiempo mientras los animales se alimentaban a sus anchas. Llevaba siempre conmigo mi honda para entretenerme en el camino o encontraba algún neumático viejo que lo hacía rodar con la ayuda de una vara o un pedazo de rama. Competíamos quien era el más rápido, terminábamos exhaustos por tanta correría y nos echábamos en la grama contemplando el cielo serrano, riéndonos sin parar. Para calmar nuestra sed bebíamos el agua de los riachuelos que descendían de los glaciales y nos bañábamos en ellas, las cuales que nos hacían tiritar de frío, éramos felices a nuestra manera.

El párroco del pueblo me acogió como monaguillo para celebrar la misa, recibía alguna propina por ello. Lo acompañaba a cada pueblito en donde ofrecía la misa, una vez recibí pollitos como propina, pollitos que desaparecieron porque mi primo “el manco” Florencio los vendió sin mi consentimiento. Casi nos agarramos a trompadas, pero la llegada de mi abuela dejó sin efecto la pelea, disgusto que me duró por muchos años. Como monaguillo de la principal Iglesia de Tauca era el encargado de tener todo en orden, una que otra travesura me tentaba hacer, como era la de tomarme alguna vez el vino que iba a ser servido en la misa o los bizcochos que el padre guardaba celosamente en un baúl, cosas de chicos. Quien tomó la posta al dejar Tauca fue mi hermano menor Oswaldo.

A pesar de la austera vida en que nos crío mi abuela nos supo inculcar buenos hábitos, en la escuela fui un muchacho aplicado, era conocido con el apodo del “chino”, gustaba de los números, me pude integrar a un entorno desconocido para mí. Por aquellos años se realizó un concurso de matemáticas, el ganador recibiría una beca para estudiar en el mejor colegio de Huaraz. Concurso que gané pero por falta de apoyo económico no pude realizar, tuve que ceder mi lugar para mi amigo Sifuentes que posteriormente se convirtió en médico, amistad que conservo hasta el día de hoy. Mi abuela no tenía los medios económicos para apoyarme con la estadía y demás gastos, fue otro golpe que me dio la vida. No me desanimé y seguí con mis quehaceres cotidianos apoyando a mi abuela. Ya tenía pensando regresar a Lima y vivir con mi hermano Cástulo que ya tenía la mayoría de edad. Solo tenía que encontrar el momento propicio. Cada vez que salía a pastorear y cuidaba de mis animales veía en la lejanía al tren que bajaba como una culebra de fierro atravesando los parajes andinos con su silbato anunciando su paso, tenía que escaparme porque mi abuela no permitiría dejarme ir. El tren me llevaría hasta el puerto de Huarmey. El “manco” Florencio, José “bolas” y yo teníamos que hacer nuestro plan de escape. Salir muy temprano como de costumbre con los animales sin levantar sospecha alguna. Nuestra consigna sería encontrarnos fuera de la ciudad llevando algún fiambre para el largo viaje. Quien se encargaría de llevar a los animales de regreso iba ser mi hermano Oswaldo, aún pequeño para salir de Tauca. Él se encargaría de darle la noticia a la abuela. El corazón me latía con fuerza, era una sensación de tristeza y de alegría a la vez. Por un lado iba a dejar a mi abuela apenada y por otro lado iba en busca de salir adelante. Iba a dejar atrás la vida que me hizo familiarizarme y querer a la ciudad de Tauca, pueblo que me albergó en una etapa de desolación.

Ese día me levanté muy temprano, alisté mis cosas en la oscuridad, abrí la puerta de la casa con cuidado, mi perro y yo salimos como de costumbre a buscar a lo animales y comenzar a arriarlos por el camino. A mi compañero de largas jornadas lo iba a dejar también con nostalgia de mí, nunca más lo volvería a ver. En el camino, me encontré con el “manco” Florencio, ya habíamos calculado el tiempo en que se demoraba el tren en pasar. Para poder llegar y subirnos al “vuelo” había que atravesar loma abajo lo más rápido posible. Detrás de nosotros se quedaría mi hermano Oswaldo, sujetando a mi perro para que no me siga, José “bolas” se había retrazado, cuando lo vemos a lo lejos llegar con cara de angustia para no perder el tren. Bajamos corriendo al escuchar el silbato del tren que estaba descendiendo a pasos acelerados. Había que cogerlo en el momento de pendiente antes que empezara a subir las lomas zigzagueantes. Corría con todas mis fuerzas, levantando polvo y sujetando mi alforja con comida y alguna ropa que había alistado la noche anterior, trepé el tren y caí exhausto por el esfuerzo, alcé la mirada y a lo lejos veía a mi pequeño hermano Oswaldo que levantaba su mano para despedirse, derramé algunas lágrimas porque me separaba de mi hermano pero sabía que se quedaba al cuidado de mi abuela.

Los tres estábamos ya dentro del tren, el viaje demoró, teníamos que bajarnos antes que llegara al puerto. Con las pocas pertenencias a cuestas buscamos una agencia de ómnibus que nos llevaría a Lima. Logramos comprar nuestros pasajes y con el vuelto que nos sobró nos compramos unos bizcochos y unas gaseosas para aplacar el hambre. Estábamos un poco sudorosos por el trajín realizado, felizmente que ningún policía nos detuvo para preguntarnos porque tres muchachos caminaban solos. Subimos al ómnibus sin contratiempos. Me senté junto a la ventana, para contemplar el camino, sentí la brisa costera que ingresaba por la ventana, y empecé a recordar los momentos que pasé con mi abuela, el frío intenso de las épocas de invierno que ni las pieles de carnero nos protegían, los tiempos de sembrío y cosecha, la comida con sabor a leña, los cuyes que se cobijaban debajo del calor del fogón, las tareas escolares que hacía a la luz de las velas, a todos mis animales y mascotas, los juegos con mis amigos y hermanos, cuando de pronto veo que el ómnibus estaba lleno y cada cierto tiempo hacía paradas para que bajen o suban más pasajeros. Cada uno de nosotros teníamos un teléfono y una dirección en donde íbamos a ser acogidos, yo estaba con el entusiasmo de ver de nuevo a mi hermano. Pensaba en todas las cosas que hablaríamos, en el tiempo que estuvimos separados, cómo la vida nos había tratado estando lejos, había que recomenzar y hacernos “adultos” de noche a la mañana.

El paradero del ómnibus estaba en el Parque Universitario, el chofer nos dijo que estábamos en el último paradero, así que tuvimos que descender. Para tres muchachos habituados a la vida calma de la sierra el movimiento inusitado de personas, los vendedores ambulantes, el ruido de los coches, los edificios todo era un mundo nunca imaginado. Teníamos que ubicar algún teléfono para poder llamar a nuestros respectivos familiares, yo logré comunicarme con mi hermano Cástulo, que me dijo que no iba a demorar para recogerme. “Atocha” fue el primero en llegar, su compañera que estaba ese día con él le pregunto ¿cuál de ellos es tu hermanito? Él le respondió quien tenía puesto los chimpunes. Era usual que los chicos de la sierra los usaran como zapatos para caminar, por ser la sierra un lugar pedregoso que difícilmente uno podía encontrar algún tipo de asfalto. Es por ello que a todos los chicos que llegaban de la sierra los llamaran de “uruguayos”. Le di un fuerte abrazo y me embargó una inmensa alegría, estaba de nuevo en Lima. Cástulo siguió viviendo en Lince, en un cuartito que le alquilaba Gregorio Castro, de nuevo regresaba al barrio que fue testimonio de mi partida a la sierra.

El destino me depararía mejores cosas, me tenía reservado una misión, el de formar mi propia familia y luchar para poder lograr las cosas que no pude disfrutar de pequeño, y me coloqué como consigna, el de recordar a mis queridos padres con las visitas al cementerio “Prebístero Maestro”, visitas que las hice con mi familia y las seguiré haciendo hasta que las fuerza me acompañen

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