quarta-feira, 10 de dezembro de 2008

Recuerdos de niñez


Recuerdo que vivíamos en un departamento ubicado en el tercer piso de la Av. Canevaro, distrito de Lince. Era una de las tres propiedades que poseía mi abuelo Gregorio Castro Neyra, desde muy joven fue una persona emprendedora, logró comprar dos lotes, uno se quedó con él el otro lote se lo cedió a su primo hermano Florencio sin recibir algún pago. Mi abuelo construyó su propiedad para poder vivir de sus rentas de alquiler, construyó una tienda en la parte delantera del terreno con su respectiva trastienda, un corredor en el lado izquierdo que conectaba el fondo de la propiedad, el segundo y el tercer piso. La azotea quedaba en la parte de encima de la tienda y que alguna vez fue escenario de los primeros juegos con mis hermanos. Mis primeras evocaciones de niñez me trasladan al recuerdo de mi madre cuidándonos y mi padre trabajando. Cuando nací ya tenía a mis dos hermanos mayores. Mis primeras vivencias transcurrieron entre las calles de Lince y la casa de mis abuelitos maternos. Mi padre aún no poseía un carro para trasladarnos, con mi madre y hermanos realizábamos ese viaje de fin de semana a la casa de mis abuelos, siempre de ómnibus. Yo como el menor de mis hermanos era la comparsa de ellos en todo lo que hacían, por esa época teníamos nuestro televisor de blanco y negro de marca Philco, los tres nos sentábamos para ver los dibujos como “El hombre de acero, “Sombrita”, “Fantasmagórico”, “Birdman”, las series “Los invasores”, “viaje a las estrellas”, o los programas infantiles del Tío Johnny y de “Yola Polastri”, los acompañaba en cualquier juego que participaban. Veía como jugaban a las bolitas, con el trompo, los malabares que hacían con el yo-yo, los vuelos de las cometas de papel o los primeros juegos de pelota.

Vivíamos entre las calles Francisco de Zela y Garcilazo de la Vega. A pocas cuadras estaba el Parque Ramón Castilla, al cual acudíamos en grupo conformado por los primos que vivían en el mismo barrio, “Toño” y “Coqui”, mis dos hermanos, mis primos Rodolfo ”perita”, Jorge Luis, y otros chicos de nuestra edad que vivían en la misma cuadra, mi hermano “Toño” decía que éramos la “pandilla crí-crí-crí”. En el parque podíamos sentirnos dueños de la situación, jugábamos sin medir el tiempo, sin ninguna preocupación, comíamos todo lo que los vendedores ofrecían: canchita, barquillos, algodón, manzana acaramelada, marcianos de fruta, eran tiempos que podíamos disfrutar sin peligro. También hacíamos recorridos jalando nuestros carritos de juguete por las diferentes calles de Lince, podíamos alejarnos de casa sin medir las consecuencias, una vez llegamos hasta el parque “Matamula” lo que hoy se conoce como el parque de los Próceres. Los primeros días de escuela las pasé en un pequeño colegio llamado “San Pablo”, lugar en donde recuerdo que me sentaba en unas bancas a cantar y a pintar. Mis hermanos iban al colegio “Santa María Cleofé” que estaba en la calle León Velarde.

El pequeño departamento en que vivíamos mi padre se lo alquilaba a mi abuelo Gregorio, en el segundo piso vivía el hermano de mi padre, Cástulo y que era conocido como “Atocha”, él también era inquilino de mi abuelo, allí moraba con sus hijos “Pacho”, “Goya”, “Chabuca”, Jorge Luis y su entenado Carlos. Mi tío ya había enviudado de mi tía Yolanda. En mi memoria permanecen los pocos recuerdos que tenga de ella, cada vez que bajaba por las escaleras a jugar pasaba por la puerta del departamento en que vivían y la veía sentada en su silla trabajando en su máquina de coser, mi tío Cástulo no se volvió a casar, supo criar a sus hijos, la mejor herencia que les dejó fue una buena educación, todos ellos ahora son profesionales.

Las calles angostas del distrito es una característica que hasta el día de hoy perdura. Por aquella época se podía encontrar dentro de ese paisaje “linceño” numerosos negocios, la tienda que llamábamos de “La Pascuala”, la tienda del chino “Nico”, el restaurant “corazón contento”, la paradita de la esquina, la botica “Oriente”, “El Café Enriques”, La pollería “El Dragón”, el cine “Ollanta”, la tienda de electrodoméstico Philco, la agencia del Jockey Club del Perú.

Cuando mi padre adquiere su primer automóvil nos sentimos mis hermanos y yo los niños más felices, podíamos disfrutar de los paseos, el auto fue conocido como el carrito “verde”, de marca Datsun, de faros redondos y de una carrocería fuerte. El carro llegó para quedarse por mucho tiempo dentro de nuestra familia. Todos los fines de semana íbamos a la casa de los abuelos, casa que está ubicada en el barrio de Mirones Bajo. Llegar a la casa de mis abuelitos para nosotros era una fiesta, a parte de visitarlos y sentir su cariño, la casa se transformaba en un jardín de infancia. Disfrutábamos de jugar en su casa, porque allí podíamos intercambiar nuestros juegos infantiles con los quehaceres que se debían tener con los animales, la casa tenía esa magia que cualquier niño podía quedar encantado. Mis abuelos criaban a sus animales en el fondo de la casa. Poseían una especie de corral. Había animales de diversos tipos, aquellos animales hacían parte muchas veces del menú diario de la casa. Era una especie de “minizoológico” la pata que graznaba seguida de sus patitos, el gallo que cantaba aleteando sus alas, la gallina cacareando con sus pollitos, los conejos que saltaban de un lado al otro, y el famoso “palomar” que estaba compuesto por una infinidad de palomas de diferentes tamaños y colores de plumaje que se acurrucaban en los diferentes nidos que se habían fabricado para ese fin. A parte de la infinidad de gatos que merodeaban por el techo de la casa y de algunos perros que habitaban en la casa por aquellos años. Mis padres llamaban cariñosamente a mis abuelos como Doña "Fesha”, ella se llamaba Felicita y a mi abuelo de Don "Goyo”, él se llamaba Gregorio. Los viejitos enseñaban a sus nietos el cuidado y el cariño que se debía tener con los animales. Ellos se levantaban muy temprano para darles de comer, a cada animal se le tenía que preparar su alimento.

La hora del almuerzo era un festival, sentarse a la mesa con los abuelos y departir sus comidas pienso que son las mejores cosas que un niño puede disfrutar. Pero antes de cada almuerzo, mi abuelo nos colocaba en fila india para beber una copita con la sangre del pichón de paloma recién sacrificada y lo mezclaba con vino, nos decía: -“para que tengan la sangre fuerte y se libren de las enfermedades”-, los pichones iban a ser el almuerzo del día. Doña “Fesha” los acompañaba con tallarines rojos, y su infaltable sopa de verduras. Mi abuela gustaba de cocinar y de atender con el mejor placer a sus invitados. Todos éramos felices, disfrutábamos los fines de semana con camaradería. La casa se llenaba de gente los días de celebración por el día de la madre o del día del padre, de igual forma las fiestas de navidad eran infaltables en la casa de Doña “Fesha”, mi abuelita se esmeraba en organizar y en decorar la casa, con sus caras de Papa Noel de plástico, las guirnaldas, las luces de colores, el árbol de navidad, y lo más lindo que recuerdo con cariño y nostalgia era el pesebre que representaba el nacimiento del niño Jesús, siempre estaba ubicado en una esquina de la sala de la casa. Con el papel pintado formando cerros multicolores, y la cantidad de muñequitos que acompañaban daban el espectáculo, parecía una pintura medieval, tenía cada detalle que parecía una obra perfecta. Mi abuelo era el encargado de darle el último adiós al pavo de la cena de nochebuena, lo preparaba antes, él decía que para que la carne del pavo no quedara dura había que emborracharlo previamente, en efecto, amarraba al pavo en un lugar del corral para darle de beber. Solo quedaban él y el pavo, parecían dos amigos que se estaban despidiendo, nos hacía retirar del lugar para no ver el triste final de aquel plumífero. En todas las fiestas de navidad siempre escuchábamos los villancicos, canciones con mensajes de paz y amor, la mesa se llenaba del pavo recién horneado, el panetón, el champagne, las tazas con chocolate caliente. Antes de las doce, por orden de mi abuelita todos nos reuníamos alrededor del pesebre armado a rezar un pasaje de la Biblia y esperábamos las doce para ver al niño nacer. Luego se hacía el reparto de los regalos, y la celebración de la navidad, el sentimiento que se respiraba en el ambiente era de total felicidad.

Tiempo después la familia aumentó, la llegada de mi hermano Miguel que después creció, se unió al grupo de nietos, era el más pequeño. Los años pasaron, mis padres compraron en 1974 la casa que siempre soñaron, por aquella época nacía mi hermana Erika, los niños que éramos pasamos a ser adolescentes pero los abuelos ya comenzaban a tener los problemas de salud, mi abuela falleció en 1978 y mi abuelo en 1981, con ellos se fue toda nuestra vivencia infantil, nuestras primeras anécdotas, la forma cariñosa en que nos trataban nuestros abuelos, poco a poco desapareció el calor en que nos gustaba estar, la casa de los abuelos sin ellos ya no era lo mismo, el sonido de los animales se apagó, el ritual de las comidas también. Solo quedó la casa como un testigo mudo de aquellos años maravillosos.

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